En aquellos días nunca lo entendí. ¡Qué manía con mandarnos a la cama después de comer! La frase favorita de los adultos era: "¡Venga, acaba lo que tienes en el plato y a dormir la siesta"! Pero si yo no tenía sueño. Es como esta otra: "¡Abrígate que me das frío solo con verte"! Y yo siempre me decía, pues si tienes frío, abrígate tu, y si tienes sueño, duerme la siesta tu.
Era una obsesión. "¡Rápido, a dormir la siesta y sin hacer ruido!" "¡Que no tenga que ir a tu habitación a llamarte la atención! Porque esa era otra, ¿cómo hace uno para dormir sin tener sueño?
Después de comer lo que más apetecía era ir a jugar a la plaza, a la era o en alguna estancia de la casa. No importaban los grados que hiciera; es más, yo creo que por aquel entonces no había ni grados, ni termómetros, sólo había ganas de jugar, de fantasear y de maquinar pequeñas "maldades".
Aún escucho la voz de mi cuñado Enrique en Alcubierre. ¡Fernando, a dormir la siesta!. Lo decía en un tono grave, penetrante, sin resquicio alguno para otra opinión. Si me lo decía mi hermana María Engracia, todavía había oportunidad para mantener un ligero, un tímido pulso. Pulso que al poco de iniciarse perdía cuando me decía: "¡O te vas a la cama o llamo a Enrique!". No había más elección.
Parecido sucedía en Alcalá de Gurrea en casa de los abuelos. A mi abuela Genoveva lo de la siesta ni le iba ni le venía. Simplemente nos aconsejaba que una siesta nos sentaría bien, sobre todo para coger fuerzas para la noche, además de ser un buen hábito para nuestro crecimiento. Pero era entonces cuando se oían como de ultratumba las voces de mis tíos diciendo: ¡"Oña de críos, a la cama ya! Y sin más chistar, a la alcoba a dormir o a contar y recontar los travesaños de madera del techo, y en silencio.
Como digo, en aquellos día nunca lo entendí. Lo de la imperiosa siesta lo comprendí cuando fui padre. Mismas situaciones, mismos argumentos, salvo que la voz grave, penetrante y amenazadora era la mía. Aprendí entonces que mandar a tus hijas a dormir la siesta, lo reconozco, no era por una cuestión de "hábito saludable" para ellas, sino para "descanso" y "esparcimiento" de sus progenitores. Una o dos horas de necesario silencio doméstico, que incluso, llegado el caso, llegabas a imitar por contagio o real cansancio.
Ahora, la siesta, la denostada clausura vespertina de aquel entonces, se ha convertido en auténtica necesidad. No soy de siesta con pijama y orinal, como dicen los castizos, pero sí de "cabezadita" en el sillón. De hacer un paréntesis entre la mañana y la tarde para borrar o resetear lo tóxico que pueda dejar el día. Ahora la siesta se ha convertido en el Kit Kat necesario para mantener las neuronas bien provistas y alimentadas. Nadie me manda ya a dormir la siesta. A nadie envío a hacer lo propio. Se trata de un self service libre y voluntario. Un cerrar de ojos sin control ni tiempo, un proveer a tu cuerpo de la libertad perdida. Y todo se ausenta y relaja hasta que un inesperado ronquido te devuelve a la vida ya renovado y listo.
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