SUMO DELEITE
Para mí, desde mi corta edad, eran días de fiesta sin entender muy bien todo cuanto significaba la matacía en aquella época. Solo veía risas, una familia feliz en torno a un cebado cerdo que servía de excusa para pasar un fin de semana con mi abuela, tíos y primos. Un subir y bajar por las estrechas escaleras que conducían del patio a la cocina y de aquí al granero. ¡Fernandito, lleva esto a tu tía! ¡Fernandito, mira a ver qué quiere la abuela! ¡Mocoso de crío, vete a jugar y no molestes! ¡Ya te avisaremos cuando tu tía empiece a hacer el embutido!, me decían. Me encantaba dar vueltas a la manivela de la capoladora y observar cómo salía la carne embutida del gorrino. Era mi pequeña aportación a esos momentos, aparte de molestar.
Todavía puedo retener en mis retinas la vieja y cuidada cocina en la que la chimenea se convertía en el centro de atención y reunión. Y sobre el fuego, un trabajado caldero lleno de agua hirviendo donde se iban depositando las aplastadas bolas de sangre aderezada. Conforme salían a la superficie, eran trasladas al granero donde se había dispuesto un enrejado de cañas donde "descansarían" para días venideros las preciadas, sabrosas y singulares tortetas.Ahora, cada vez que las como, no con la frecuencia que me gustaría, no puedo dejar de recordar aquellos días, al igual que cuando venían mis hermanos a casa, en los que no podía faltar en la compra de "agasajos" las tortetas y morcillas.
La torteta me encanta de cualquier manera. Cruda a bocados, frita, en tradicionales guisos... Pero el disfrute máximo llega cuando tengo la oportunidad de hacerla a la brasa. Me parece lo más, el deleite sumo. Cortada fina y braseada hasta crujir. Y ya en la boca, la complacida explosión de sabores que saludan a los buenos y felices recuerdos.
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