EN MEMORIA DE LA HERMANA MARÍA LUISA
Acabo de limpiar y ordenar uno de los armarios de la cocina y me he reencontrado con una querida amiga; con mi vieja churrera. La conozco desde que tengo uso de razón. Todavía veo a mi padre trajinar con ella en la cocina, ya fuese para hacer unos crujientes churros o para elaborar unas finísimas galletas como sólo él sabía preparar. Aún puedo verle dándole vueltas y más vueltas a, por aquel entonces para mí, un enorme tornillo que ayudaba a expulsar por un orificio estrellado una curiosa y juguetona masa. Inclinado sobre la freidora, entre sudores y sonrisas, apretaba el tornillo que empujaba la masa presta a su liberación. Mientras tanto yo, subido a una silla y tijeras en mano, esperaba impaciente el permiso de mi padre para cortar el churro que escupía la churrera. Cuando mi padre consideraba que el tamaño de la inminente fritura era el idóneo, me decía de forma acompasada, "Ahora, ahora, ahora". De uno en uno, pacientemente.
Mi padre falleció a tempranas edades; a la suya y a la mía. La churrera, como tantas otras cosas por aquel entonces, quedó en un semi olvido a la espera de nuevas oportunidades. También ella guardó su luto en algún armario de la cocina familiar.
Hay objetos que son más que útil materia. No hablan, pero llevan escritas sutiles vivencias. He vuelto a tomar la churrera entre mis manos después de algunos años y la primera imagen que se me ha hecho presente ha sido la de mi siempre querida Hermana María Luisa, quien fuera mi ángel de la guarda aquí en la tierra. No entraré en pormenores. Hay recuerdos difíciles de digerir y que es mejor que sigan deambulando por el camino del olvido. Sólo puedo decir y recordar que llegados esos momentos de dificultad, las palabras de la Hermana María Luisa, su ternura, su sonrisa, su templanza y también alguna que otra caricia, ejercían sobre mí como un bálsamo reparador de incalculable valor. No he conocido a nadie que supiera escuchar como ella y capaz de convertir una lágrima de sufrimiento y dolor en una anécdota deslizándose sobre la mejilla. ¡Cuánto bien y cuánta bondad se congregaban en esa mujer, Hermana de la Caridad de Santa Ana!
Fue ella quien, de alguna manera, en algún día que no alcanzó a recordar, recuperó para la vida la vieja churrera. El anuncio de su visita a casa siempre era un motivo de alegría que se convertía en una pequeña fiesta para mi madre y para mí. Si era por la mañana, un café sólo y bien cargado, como le encantaba, bastaba para complementar el feliz encuentro. Si era a media tarde y conocíamos con anticipo su visita, no podían faltar los pasteles de manzana de la Pastelería Ascaso, los fritos de crema de la Pastelería Soler o unos churros de la Granja Anita.
En algún momento indefinido de aquellos años aparecería de nuevo la churrera para con su hacer, sustituir a los de la prestigiosa granja oscense. Conservo con total nitidez las imágenes. Mi madre hacía el chocolate o el café con leche, según apetencias. La Hermana María Luisa se encargaba de preparar la masa para los churros y yo, emulando a mi padre, le daba vueltas al tornillo mientras la Hermana María Luisa iba cortando con la tijera la masa saliente. Todo también, como en tiempos de mi padre, entre risas y sudores.
Mi ángel de la guarda en su prudente y oficial vestir era muy cuidadosa e incluso me atrevería a decir, que hasta coqueta. Los días que tocaba elaboración de churros se presentaba en casa con su delantal de un blanco perfecto, bien plegado y con un olor que todavía hoy puedo reconocer después de tantos años. Hasta sus ojos y su sonrisa venían vestidos de contagiosa y segura felicidad. Parecía que estando a su lado nada adverso pudiera pasar. Todos los desequilibrios emocionales temían su presencia.
Pasaron los años. El discurrir de la vida nos separó con kilómetros de por medio. Muchas cosas cambiaron. Nuestro contacto se convirtió esporádico, exces
ivamente esporádico. Alguna llamada telefónica y un beso en la mañana de Reyes en la residencia de la congregación donde acabó sus días. La enfermedad no discrimina la bondad del ser humano. El último beso en la mañana de Reyes acabó con mi llanto desconsolado en soledad. Mi ángel de la guarda aquí en la tierra se iba, pero lo hacía como siempre, con una sonrisa y un hermoso destello en sus ojos, sin palabras. Ese día descubrí cuánto la había querido y ella lo sabía. Este fue mi consuelo.
Las niñas me han observado con la churrera en las manos. "¿Vas a hacer churros, papá?", me han preguntado sorprendidas, casi al unísono. "No, no tenía intención", les he respondido. Conforme me disponía a reubicarla en el armario he cambiado de parecer. "¿Os apetece hacer churros?". Sus iluminadas caras han hablado por sí solas.
De nuevo me he visto dándole vueltas al tornillo de la vieja churrera, de la vieja Bernar manufacturada en Gijón y que mi padre adquirió por 154 pesetas, según todavía se puede ver en la caja que la guarda. En esta ocasión han sido Loreto y Jara las que, tijera en mano, han ido cortando la masa a la orden de "Ahora, ahora, ahora". De uno en uno, pacientemente, entre risas y sudores.
Hay objetos que son más que útil materia. Tengo la impresión de que mi siempre querida Hermana María Luisa ha devuelto a la vida, otra vez más, a mi vieja churrera. Mi eterna gratitud, ángel de la guarda.
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