Fue tan sólo un fin de semana, apenas un suspiro. Unas pocas horas, escasas, para mis sentidos. Un espacio de tiempo comprimido para constatar una realidad intuida. La "Ciudad Imperial", la "Ciudad de las tres culturas", la urbe de la colina que otea el Tajo, la de bella estampa inmóvil desde los cigarrales, la de los Reyes Católicos, la del admirado Greco, la del mazapán y noble piedra.
La ciudad que atesora el paso del caminante; el mío, el nuestro y el de Don Quijote. Ciudad de puentes y puertas y de muralla que guarda. Monasterio de San Juan de los Reyes, Catedral de Santa María, Santa María la Blanca, Sinagoga del Tránsito, El Cristo de la Luz, la Iglesia de Santo Tomé, plaza de Zocodover... no hay tiempo para más admirar. El resto es todo sentir, recrear. Oler una ciudad colmada de sensaciones entre el bullicio de la luz y el silencio de la noche. Asombro y emociones caminan de la mano en solitario para que nada les distraiga. Si acaso, cuanto detalle salga al paso.
Es un día de clara luz. El buen yantar nos aguarda. Pero antes, una penúltima mirada a esta ciudad infinita y de amor prendida. Una penúltima mirada para reconocernos entre sus calles y sellar en la memoria un espíritu esperado y deseado. La ciudad despierta bajo los tejados de larga historia.
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