jueves, 1 de septiembre de 2022

01042 El Canon de Pachelbel (Relato)

LARGO DA SÉ (FARO)


Era un luminoso día de verano. De esos con los que se hacen las postales. Había que madrugar. Una agradable y plácida ciudad lusitana, Faro, capital del siempre atractivo Algarve, al sur de Portugal, aguardaba mi caminar para mostrarme sus encantos.

Con los primeros pasos fui leyendo mis apresurados apuntes tomados a vuela pluma la noche anterior minutos antes de acostarme. “De origen prerromano, fue uno de los centros neurálgicos de la región del sur de Portugal, en un sistema basado en el intercambio de productos agrícolas, pescado y minerales”.

A simple vista me pareció que se trataba de una ciudad cuidada y acogedora. “En el siglo VIII fue ocupada por los árabes, quienes impulsaron su fortificación. En 1249 sería conquistada por el rey portugués Alfonso III. En 1755, un terremoto destruye parcialmente la ciudad. En 1834, tras la implantación del liberalismo, se convierte en la capital del Algarve”.

Animado por cuanto veía, me adentré en el área peatonal donde se localiza la zona comercial, capitaneada por las plazas Ferreira Almeida, Libertad y Francisco Gomes. Aparentemente la percibí como una ciudad eminentemente turística. No llegué a contar el número de aviones comerciales que volaron sobre mi cabeza. Fueron muchos. Decenas de aviones en un continuo despegar y aterrizar. Casi se podían tocar con la mano.  El espectáculo visual lo tenía a izquierda y derecha de mis pasos, pero a cada “rugido” de motor de avión, un resorte en mi cuello hacía elevar mi mirada hacia el cielo. “Su casco antiguo está lleno de vías peatonales y sugerentes cafés con terraza donde tomar un respiro. Además del turismo, se desarrollan otras actividades económicas como la pesca, principalmente el atún, la industria conservera y la exportación de frutos y corcho”.

El disfrute extremo de la ciudad llegaría cuando traspasé el Arco da Vila, “de estilo neoclásico y construido sobre las ruinas de una puerta que formaba parte de la muralla musulmana original”, que me introdujo en su casco histórico, en la parte vieja, conocida como Vila Adentro. Desconocía en ese momento que lo mejor, el inolvidable recuerdo que me llevaría de esta ciudad que da al mar de la ría Formosa, todavía me estaba esperando.

Tras callejear, admirar y disfrutar, llegué a la plaza Largo da Sé, donde se encuentra la catedral de Faro. “También conocida como iglesia de Santa María, fue mandada construir por Alfonso IV, tras la reconquista cristiana en 1251, sobre los restos de una mezquita musulmana”. A mis ojos les pareció una plaza acogedora, extensa y muy limpia. Sí, me llamó la atención lo aseada que estaba. Había muy poca gente, tan escasa que, aunque no recuerdo el número exacto de personas, llegué a contarlas. Aproveché esta circunstancia para fotografiar sin agobios el magnífico escenario en el que me encontraba: la catedral, unos hermosos naranjos con sus frutos, plantados en el perímetro de la plaza, la estatua que la preside, del obispo Francisco Gomes do Avelar…  Recorrí el lugar por todos los rincones hasta que decidí, un tanto cansado y acalorado, sentarme en el suelo, frente a la catedral, a la sombra de un naranjo. “La catedral es en la actualidad un compendio de estilos arquitectónicos, si bien, a grandes líneas, puede ser asimilada al periodo de transición romántico-gótico y al renacimiento. De su iglesia primitiva tan sólo queda en pie la imponente torre porticada de la entrada, cuya tercera planta, aparentemente en ruinas, nunca fue rematada”.

Un joven se acercó a mí para ofrecerme una pequeña caja de hermosas y rojas frambuesas. “Son solo cinco euros”, me dijo. En ese momento no me apetecía meterme nada en el estómago. Me encontraba bien como estaba. Disfrutar de una plácida jornada y recrearme con un hermoso y pintoresco escenario urbano era más que suficiente. Pero también era cierto, que los apetitosos frutos ofrecidos no se podían desperdiciar. Tenían una apariencia muy atractiva y hasta seductora.  Luego igual me arrepentía. Así que decidí comprar una caja para saborear su contenido más tarde.

Del interior de la seo comenzó a salir gente. Mucha gente, acicalada para una especial ocasión. Tenía toda la pinta de ser una boda. “El interior de la catedral, de tres naves de cuatro tramos sobre columnas dóricas y techumbre de madera, es del siglo XVI, y alberga el Museo Catedralicio, donde se pueden contemplar varios objetos litúrgicos, imágenes, pinturas y vestimentas religiosas de gran belleza. Su capilla, de estilo gótico, se encuentra bajo un techo artesonado revestido de azulejos del siglo XVII. Su presbiterio exhibe un valioso retablo renacentista”.

Sí, se trataba de una multitudinaria boda. Al aparecer los desposados por la puerta de la catedral, los asistentes iniciaron un descompensado y bravío canto. Sólo pude desearles a los recién casados, para mis adentros, toda la felicidad posible y una vida plena de prosperidad. “En 1577 la catedral se convirtió en sede de la Diócesis Episcopal del Algarve. En 1596 fue saqueada y quemada por las tropas británicas del conde de Essex. Fue reconstruida después de los terremotos de 1722 y 1755. El campanario inacabado manifiesta la atribulada vida de este edificio. Merece especial atención los conjuntos de talla de madera y el órgano rojo de madera pintada, adornado con motivos chinescos. Se puede subir a lo alto de su torre medieval para disfrutar de las vistas panorámicas de la ciudad amurallada”.

La plaza comenzó a llenarse de más gente, no sé si atraídos por el espectáculo de la boda o por que era la hora de que la plaza rebosara de turistas como yo. Al rumor de voces y de cánticos festivos se sumó la música de un violín. Pensé en un principio que se trataba de un elemento más del enlace matrimonial. Sonaba realmente bien. Mientras mi mirada se entretenía con el gentío, la catedral y los naranjos, divisé la figura del violinista. En ese momento estaba interpretando un delicioso vals. Concluí entonces que, efectivamente, iba en el pack de la boda. También es cierto que nadie bailaba. Y qué importaba si el músico estaba con la boda o simplemente tenía por costumbre tocar en esta plaza por capricho, para airear su arte o para sacarse unos cuartos. Sonaba bien y para mí, era el colofón a una fantástica mañana.

Poco a poco la plaza fue adquiriendo el aspecto que presentaba a mi llegada. Los integrantes de la boda habían desaparecido dejando un rastro de confeti y cintas de colores. Del gentío, apenas quedaba una docena de personas paseando al ralentí. El calor comenzaba a dejarse notar. Y ajeno a todo, el violinista, apostado a la sombra de la seo, continuaba interpretando emotivas y sentidas canciones que retenían mi partida. Me encontraba a gusto, y en los tiempos que corren, por fuera y por dentro, a estos instantes hay que sacarles todo el néctar posible.

Me levanté del suelo como pude, después de tan larga sentada. Mis huesos ya no están para este tipo de festivales. Una vez conseguida la verticalidad de mi cuerpo, me dispuse a abandonar el escenario que tan amablemente me había acogido en las últimas horas. No habría dado ni media docena de pasos cuando el violinista inició la interpretación de una nueva pieza musical.  El sonido de la melodía me ancló al suelo. Rápidamente busqué la figura del músico. Seguía allí, cobijado a la sombra de la catedral, ajeno al mundo y regalando una sonrisa a quien se acercaba hasta él para darle unas monedas por su arte y trabajo.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, el mismo que acostumbra a visitarme cada vez que escucho la pieza que estaba interpretando mi desconocido músico: el Canon de Pachelbel. Una composición musical que desde que la escuchara por primera vez, en los inicios de la década de los ochenta, en la oscarizada película de José Luis Garci, “Volver a empezar”, entró en mi vida para quedarse. Se acomodó en lo más sensible de mi ser, para a través de ella, expresar y compartir un buen puñado de emociones.

Absorto e inmóvil dejé que la música lo ocupara todo. El mismo escenario me pareció distinto. Al igual que la hermosa luz que inundaba el día, que los naranjos, que la seo tan reiteradamente mirada, que mi puntual bienestar… Todo, mientras sonó la atractiva melodía, me pareció sutilmente distinto.

Acabada la magistral interpretación musical, volví al ahora, y antes de que el violinista prosiguiera con su concierto callejero, me acerqué hasta él.  No hice ademán ni mostré intención alguna, que el músico ya me había adelantado su sonrisa. Le saludé a la par que depositaba un billete en el abierto estuche de su violín. Miré su contenido y pude comprobar que no se le había dado mal la mañana, a tenor de las monedas y de algún que otro billete que se esparcían a lo largo y ancho de la funda del instrumento de cuerdas. Me alegré. En estos casos, valorar y cuantificar el resultado económico es un tanto atrevido y arbitrario. Con todo, me alegré.

Lamentablemente ando muy escaso de idiomas. Entre otras, es la asignatura pendiente que siempre me acompaña. Así que, en lugar de intentar entablar una breve conversación con él, es lo me hubiese encantado hacer, me limité a trasladarle un sencillo “muchas gracias, que tenga un buen día”. A lo que el violinista contestó, “igualmente, que disfrute de su estancia en Portugal”.

Mi ya inolvidable violinista, de cerca observé que tendría en torno a los cincuenta años de edad y bien parecido, hablaba un correcto español, así que no desaproveché la oportunidad. Comencé por mostrar mi satisfacción a su forma de interpretar y dominio del violín.  A lo que él me respondió: “Muchas gracias. Son muchos años de estudio y dedicación”. Le pregunté a continuación cómo es que hablaba tan bien mi idioma. Me indicó que había vivido en España, entre Madrid, Valencia y Barcelona, cerca de diez intensos años, trabajando con formaciones musicales, impartiendo clases de música e incluso, cuando las cosas se ponían feas, de camarero o de pinche de cocina. Me dijo guardar un grato recuerdo de aquellos años, al igual que los que vivió en Francia, Inglaterra e Italia. Ahora, llevaba cuatro años afincado en su Portugal natal, de donde no tenía intención de moverse, impartiendo clases de música y actuando en la calle, que era lo que más le entusiasmaba. “El estar casado con un violín, finalizó sonriendo, tiene estas cosas. No tienes que dar cuentas a nadie, si acaso a mi felicidad”.

Me pareció observar que ya no quería hablar más, que lo que estaba deseando era volver a calzarse el violín sobre el hombro y continuar tocando a pesar del poco público ya existente. Antes de despedirme le hice saber lo magistralmente que para mí había sonado su interpretación del Canon de Pachelbel, una de mis piezas musicales más ensoñadoras. Él solo me contestó: “No tiene mal gusto, señor. También para mí es una de las partituras más icónicas”.

Cuando me dispuse a abandonar la plaza Largo da Sé, me cercioré que llevaba en mi mano derecha un envase de plástico vacío. Era el envase que contenía unas hermosas y rojas frambuesas que había comprado nada más llegar a este lugar. No recordaba ni cuando me comí la primera, ni tampoco la última. Solo el fresco y dulce sabor de mi boca delataban que sí, que me las había comido. Por un momento llegué a pensar que todo había sido un nuevo sueño envuelto en el Canon de Pachelbel.

Un día de agosto de 2018.

 

CANON DE PACHELBEL

El Canon y giga en re mayor para tres violines y bajo continuo; en el original alemán: Kanon und Gigue in D-Dur für drei Violinen und Basso Continuo, también conocido simplemente como el Canon, es la obra más conocida del compositor alemán de música barroca Johann Pachelbel.

Pachelbel compuso esta obra alrededor de 1680, siendo originalmente una obra de música de cámara para tres violines y bajo continuo. Con posterioridad, se han realizado arreglos para una gran variedad de instrumentos y conjuntos. El Canon es muy conocido por la progresión armónica de los instrumentos de cuerda, que lo han convertido en una de las piezas más reutilizadas en la música académica contemporánea.

 

 

 

 

 

 









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