LARGO DA SÉ (FARO)
Era un luminoso día de verano. De esos con los que se hacen
las postales. Había que madrugar. Una agradable y plácida ciudad lusitana,
Faro, capital del siempre atractivo Algarve, al sur de Portugal, aguardaba mi
caminar para mostrarme sus encantos.
Con los primeros pasos fui leyendo mis apresurados apuntes
tomados a vuela pluma la noche anterior minutos antes de acostarme. “De origen
prerromano, fue uno de los centros neurálgicos de la región del sur de
Portugal, en un sistema basado en el intercambio de productos agrícolas,
pescado y minerales”.
Animado por cuanto veía, me adentré en el área peatonal
donde se localiza la zona comercial, capitaneada por las plazas Ferreira
Almeida, Libertad y Francisco Gomes. Aparentemente la percibí como una ciudad
eminentemente turística. No llegué a contar el número de aviones comerciales
que volaron sobre mi cabeza. Fueron muchos. Decenas de aviones en un continuo
despegar y aterrizar. Casi se podían tocar con la mano. El espectáculo visual lo tenía a izquierda y
derecha de mis pasos, pero a cada “rugido” de motor de avión, un resorte en mi
cuello hacía elevar mi mirada hacia el cielo. “Su casco antiguo está lleno de
vías peatonales y sugerentes cafés con terraza donde tomar un respiro. Además del
turismo, se desarrollan otras actividades económicas como la pesca,
principalmente el atún, la industria conservera y la exportación de frutos y
corcho”.
El disfrute extremo de la ciudad llegaría cuando traspasé el
Arco da Vila, “de estilo neoclásico y construido sobre las ruinas de una puerta
que formaba parte de la muralla musulmana original”, que me introdujo en su
casco histórico, en la parte vieja, conocida como Vila Adentro. Desconocía en
ese momento que lo mejor, el inolvidable recuerdo que me llevaría de esta
ciudad que da al mar de la ría Formosa, todavía me estaba esperando.
Tras callejear, admirar y disfrutar, llegué a la plaza Largo
da Sé, donde se encuentra la catedral de Faro. “También conocida como iglesia
de Santa María, fue mandada construir por Alfonso IV, tras la reconquista
cristiana en 1251, sobre los restos de una mezquita musulmana”. A mis ojos les
pareció una plaza acogedora, extensa y muy limpia. Sí, me llamó la atención lo
aseada que estaba. Había muy poca gente, tan escasa que, aunque no recuerdo el
número exacto de personas, llegué a contarlas. Aproveché esta circunstancia
para fotografiar sin agobios el magnífico escenario en el que me encontraba: la
catedral, unos hermosos naranjos con sus frutos, plantados en el perímetro de la
plaza, la estatua que la preside, del obispo Francisco Gomes do Avelar… Recorrí el lugar por todos los rincones hasta
que decidí, un tanto cansado y acalorado, sentarme en el suelo, frente a la
catedral, a la sombra de un naranjo. “La catedral es en la actualidad un
compendio de estilos arquitectónicos, si bien, a grandes líneas, puede ser
asimilada al periodo de transición romántico-gótico y al renacimiento. De su
iglesia primitiva tan sólo queda en pie la imponente torre porticada de la
entrada, cuya tercera planta, aparentemente en ruinas, nunca fue rematada”.
Un joven se acercó a mí para ofrecerme una pequeña caja de
hermosas y rojas frambuesas. “Son solo cinco euros”, me dijo. En ese momento no
me apetecía meterme nada en el estómago. Me encontraba bien como estaba. Disfrutar
de una plácida jornada y recrearme con un hermoso y pintoresco escenario urbano
era más que suficiente. Pero también era cierto, que los apetitosos frutos
ofrecidos no se podían desperdiciar. Tenían una apariencia muy atractiva y
hasta seductora. Luego igual me
arrepentía. Así que decidí comprar una caja para saborear su contenido más tarde.
Del interior de la seo comenzó a salir gente. Mucha gente, acicalada
para una especial ocasión. Tenía toda la pinta de ser una boda. “El interior de
la catedral, de tres naves de cuatro tramos sobre columnas dóricas y techumbre
de madera, es del siglo XVI, y alberga el Museo Catedralicio, donde se pueden
contemplar varios objetos litúrgicos, imágenes, pinturas y vestimentas
religiosas de gran belleza. Su capilla, de estilo gótico, se encuentra bajo un
techo artesonado revestido de azulejos del siglo XVII. Su presbiterio exhibe un
valioso retablo renacentista”.
La plaza comenzó a llenarse de más gente, no sé si atraídos
por el espectáculo de la boda o por que era la hora de que la plaza rebosara de
turistas como yo. Al rumor de voces y de cánticos festivos se sumó la música de
un violín. Pensé en un principio que se trataba de un elemento más del enlace
matrimonial. Sonaba realmente bien. Mientras mi mirada se entretenía con el
gentío, la catedral y los naranjos, divisé la figura del violinista. En ese
momento estaba interpretando un delicioso vals. Concluí entonces que,
efectivamente, iba en el pack de la boda. También es cierto que nadie bailaba.
Y qué importaba si el músico estaba con la boda o simplemente tenía por
costumbre tocar en esta plaza por capricho, para airear su arte o para sacarse
unos cuartos. Sonaba bien y para mí, era el colofón a una fantástica mañana.
Me levanté del suelo como pude, después de tan larga sentada.
Mis huesos ya no están para este tipo de festivales. Una vez conseguida la verticalidad
de mi cuerpo, me dispuse a abandonar el escenario que tan amablemente me había
acogido en las últimas horas. No habría dado ni media docena de pasos cuando el
violinista inició la interpretación de una nueva pieza musical. El sonido de la melodía me ancló al suelo.
Rápidamente busqué la figura del músico. Seguía allí, cobijado a la sombra de
la catedral, ajeno al mundo y regalando una sonrisa a quien se acercaba hasta
él para darle unas monedas por su arte y trabajo.
Absorto e inmóvil dejé que la música lo ocupara todo. El
mismo escenario me pareció distinto. Al igual que la hermosa luz que inundaba
el día, que los naranjos, que la seo tan reiteradamente mirada, que mi puntual bienestar…
Todo, mientras sonó la atractiva melodía, me pareció sutilmente distinto.
Acabada la magistral interpretación musical, volví al ahora,
y antes de que el violinista prosiguiera con su concierto callejero, me acerqué
hasta él. No hice ademán ni mostré intención
alguna, que el músico ya me había adelantado su sonrisa. Le saludé a la par que
depositaba un billete en el abierto estuche de su violín. Miré su contenido y
pude comprobar que no se le había dado mal la mañana, a tenor de las monedas y
de algún que otro billete que se esparcían a lo largo y ancho de la funda del
instrumento de cuerdas. Me alegré. En estos casos, valorar y cuantificar el
resultado económico es un tanto atrevido y arbitrario. Con todo, me alegré.
Lamentablemente ando muy escaso de idiomas. Entre otras, es
la asignatura pendiente que siempre me acompaña. Así que, en lugar de intentar
entablar una breve conversación con él, es lo me hubiese encantado hacer, me
limité a trasladarle un sencillo “muchas gracias, que tenga un buen día”. A lo
que el violinista contestó, “igualmente, que disfrute de su estancia en
Portugal”.
Mi ya inolvidable violinista, de cerca observé que tendría
en torno a los cincuenta años de edad y bien parecido, hablaba un correcto
español, así que no desaproveché la oportunidad. Comencé por mostrar mi
satisfacción a su forma de interpretar y dominio del violín. A lo que él me respondió: “Muchas gracias. Son
muchos años de estudio y dedicación”. Le pregunté a continuación cómo es que
hablaba tan bien mi idioma. Me indicó que había vivido en España, entre Madrid,
Valencia y Barcelona, cerca de diez intensos años, trabajando con formaciones musicales,
impartiendo clases de música e incluso, cuando las cosas se ponían feas, de
camarero o de pinche de cocina. Me dijo guardar un grato recuerdo de aquellos
años, al igual que los que vivió en Francia, Inglaterra e Italia. Ahora,
llevaba cuatro años afincado en su Portugal natal, de donde no tenía intención
de moverse, impartiendo clases de música y actuando en la calle, que era lo que
más le entusiasmaba. “El estar casado con un violín, finalizó sonriendo, tiene
estas cosas. No tienes que dar cuentas a nadie, si acaso a mi felicidad”.
Cuando me dispuse a abandonar la plaza Largo da Sé, me
cercioré que llevaba en mi mano derecha un envase de plástico vacío. Era el
envase que contenía unas hermosas y rojas frambuesas que había comprado nada
más llegar a este lugar. No recordaba ni cuando me comí la primera, ni tampoco
la última. Solo el fresco y dulce sabor de mi boca delataban que sí, que me las
había comido. Por un momento llegué a pensar que todo había sido un nuevo sueño
envuelto en el Canon de Pachelbel.
Un día de agosto de 2018.
CANON DE PACHELBEL
El Canon y giga en re mayor para tres violines y bajo
continuo; en el original alemán: Kanon und Gigue in D-Dur für drei Violinen und
Basso Continuo, también conocido simplemente como el Canon, es la obra más
conocida del compositor alemán de música barroca Johann Pachelbel.
Pachelbel compuso esta obra alrededor de 1680, siendo
originalmente una obra de música de cámara para tres violines y bajo continuo.
Con posterioridad, se han realizado arreglos para una gran variedad de
instrumentos y conjuntos. El Canon es muy conocido por la progresión armónica
de los instrumentos de cuerda, que lo han convertido en una de las piezas más
reutilizadas en la música académica contemporánea.
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