Clasificando fotografías me he encontrado con un número considerable de escalinatas. Como sucede con infinidad de imágenes, desconozco el por qué me detuve en ellas, cuál fue el motivo de que pasaran a formar parte de mi legión de instantáneas. Algunas hasta me cuesta ubicarlas e incluso tengo la sensación de que nunca estuve allí, que se han colado en mi vida como por arte de magia. Supongo que en ese preciso instante alguna sensación me transmitirían. Sería su estructura, el entorno, lo caprichosas que pueden llegar a resultar alguna de ellas o simplemente porque sí. No siempre hay que estar buscando explicaciones a todo. Me sorprendo escribiendo esta apreciación como buen virgo que soy.
No es el caso de las escalinatas que ilustran este texto. Las he fotografiado tantas veces como he visitado la localidad que las atesora; la sugerente, loada y expresiva Ayamonte. Llamaron mi atención el primer día que las vi y lejos de rechazar la invitación a su ascenso, como me ha sucedido en otras ocasiones con similares infraestructuras urbanas, no dudé lo más mínimo en dar cumplimiento a sus veinticinco escalones de perfecto pavimento. Desconocía con lo que me iba a encontrar al final del trayecto, tampoco me importaba demasiado. Sea lo que fuere, siempre merecería la pena y cuando menos, sería partícipe de otra perspectiva.
Las escalinatas no dejan de ser pequeños auxilios urbanos que nos permiten salvar con más o menos soltura la diferencia de niveles y que según circunstancias se hacen más que necesarias. Observo ahora mi colección de escalinatas e intuyo el por qué de su atractivo. Todos deberíamos disponer de una escalinata a mano para poder salvar los no pocos obstáculos que la vida nos dispensa. Escalinatas de proximidad y cercanía, de comprensión y firmeza, de generosidad y confianza, de caricia y ternura, de consuelo y esperanza, de complicidad, sonrisa y entrega. Todos deberíamos disponer de una escalinata a mano. Todos deberíamos ser una escalinata a mano.
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