En esta ocasión el ciclo vital se repite en forma de olor, de aroma, de imagen esperada e impregnada de suave y dulce sabor a infancia. Ha pasado un año desde que esta misma instancia, de blanco alicatado, renovara sus perfumes otoñales. Afuera, por el cielo han pasado nubes, tormentas y claros. Por la ventana abierta, el aire ya fresco ha traído los delicados olores de la vegetación reseca vestida para la ocasión certera. Es la huella de la naturaleza que afortunadamente no cesa, no descansa, no da tregua a los sentidos ávidos de esperanzas.
Llueve. Cae la tarde. Las gotas golpean contra las hojas de los árboles del parque mientras la húmeda tierra destapa los frascos de las esencias de los olores dormidos. Mis ojos se vuelven niños y mi corazón late al compás de los recuerdos que me trae el fruto férreo amarillo. Su olor me atrapa como el libro que sostengo entre mis manos. Un capítulo más. Una bocanada más de infancia.
El aroma que emana se instala, encuentra acomodo en cada recoveco de la estancia, en cada pulso de mi memoria que va lanzando fotogramas de un patio de recreo, de una alcoba, de sábanas perfumadas, de una alacena, de suaves caricias de piel aterciopelada.
Flota el fruto sobre el agua. Pronto acompañarán burbujas a quien fuera flor en una primavera anunciada. Pronto perderá su dureza en favor de una debilidad entregada. Pronto será suave y dulce masa elaborada.
El otoño ya está en casa desprendido de su rama.
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