Hacía tiempo que no comía migas. No es un plato de mucho predicamento en los restaurantes y en casa brilla por su ausencia a pesar de que nos gustan a los cuatro. En nuestros menús diarios nunca nos acordamos de su existencia. Posiblemente sea porque siempre las asocio a comidas multitudinarias, festivas y por lo general, tomadas a rancho. Es de esos platos para los que hay que organizar una quedada ex profeso y que sirven como excusa para un nuevo reencuentro. Siempre hay alguien que las borda con un toque muy personal o con algún truquillo que las hace únicas. Mi experiencia me dice que no hay dos elaboraciones de migas a la pastora iguales.
He de confesar, que al igual que la paella, tendrá que ser la primera vez que las cocine. Por no faltar a la verdad, en una ocasión hice una broma de migas. El pan estaba cortado y envasado. Hacía tiempo que la bolsa rondaba por la cocina y cansado de verla me decidí a darle salida. No tenía sebo pero aún logré untar la sartén con un trozo de tocino de algún resto de jamón. Para darles algo de sustancia, les añadí trocitos de longaniza y les plantifiqué un huevo frito por todo lo alto. Se dejaron comer, pero ya está.
Mientras degustaba las migas cuyas imágenes ilustran esta entrada, en el Mesón Lavedán de Tramacastilla de Tena, recordé aquellas que nunca caerán en el olvido mientras la memoria me respete. Las primeras me llevan hasta la Borda Chiquín, en las proximidades de la bella y pintoresca localidad de Ansó. Unas migas con boletus comidas a rancho y que siempre pongo como ejemplo cuando sale a colación la cuestión. No sólo era el sabor, extraordinario, lo que me sedujo, sino su textura, aroma y vistosidad. Aunque de esto han pasado ya varios lustros, la imagen de aquella situación parece no envejecer. Las segundas, las elaboradas por el padre de mi amigo Manolo Vitalla, en Lupiñén, en una noche de fiesta y encuentro multitudinario. Migas hechas con sabiduría y templanza, y servidas con cómplice sonrisa, anticipo de lo que se iba a avecinar. Me salían las migas por las orejas. Bien se valieron de ellas para empapar todo lo que vendría después. Las terceras y últimas, me anclan en Montesusín de la mano hacedora de mi tío Antonio. Migas también de reencuentro, en este caso familiar. De factura heredada de la humildad de antaño y de la sabiduría popular. Migas sin prisas de pan reposado y de cariñosa espera que atesoran el sabor de la lumbre hogareña.
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