lunes, 11 de junio de 2018

00719 La Trucha con Alcaparras

TRUCHA ARCO IRIS

Hace tiempo que me apetecía rememorar otro de los sabores de mi infancia y juventud. Uno de esos sabores de las cenas de verano, con los ventanales del comedor abiertos de par en par,  y un olor inconfundible, familiar, que se iniciaba en la cocina y que acababa por incorporarse a todos los rincones de la casa.

Sabores de las noches en las que uno de mis tres hermanos, pescadores, buenos pescadores, afición que heredaron de mi padre, tras su paso por el río Subordán, en Hecho, llegaban a casa con sus trofeos impregnados de un campestre olor a boj y agua fluvial. Preciosas truchas arco iris prestas al relato de su captura y al posterior deleite del paladar.

Mi madre, a la que le encantaban estas truchas, siempre las preparaba igual. Cuando alguno de mis hermanos anunciaba su visita desde sus días de pesca y antes de regresar a su casa, ya tenía bien cuidado de tener provisión de alcaparras. Sabía, que por muy mal que se diera la pesca, algún que otro ejemplar llegaría; por lo menos, uno para ella.

La receta no está en el tan traído cuaderno ya de "Sabores de mi madre". No, la traigo de mi memoria. De esa memoria que no olvida y que retuvo de tanto ver hacer. Desde que falleciera mi madre, va para dieciocho años, nunca hasta ahora había cocinado una trucha ni a su manera ni de ninguna otra forma. Las truchas de piscifactoría no me dicen gran cosa. Pero recientemente, tuve la necesidad de rememorar ese sabor de mi infancia y juventud. Y así lo hice.

Las truchas que compré en la pescadería,  para empezar,  eran enormes. Y eso que escogí las más pequeñas. El aspecto que presentaban nada tenía que ver con la preciosidad de la trucha arcoiris que las recuerdo como para pintar bodegones. Mal seguía la cosa, pero como la cuestión era rememorar el sabor, continué con el propósito marcado. Me puse manos a la obra. Salé y enhariné las truchas. En una sartén derretí un par de generosas nueces de mantequilla y una vez líquida la mantequilla deposité las tres truchas como pude. Se salían de la sartén. Una vez dorados y casi crujientes los lomos de las truchas, retiré la sartén del fuego. En otra sartén, vertí un poco de aceite, muy poco, y eché un bote de alcaparras que dejé al fuego el tiempo justo de que se calentaran. Sobre las truchas todavía calientes añadí las alcaparras y serví.

Allí estaba el sabor, que no la textura, del plato que quería rememorar de esas noches de verano, con los ventanales del comedor abiertos de par en par y la siempre esperada llegada de mis hermanos con sus trofeos recién sacado del río Subordán.



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