EL OASIS DE CADA DÍA
Desayunar en la terraza a cuerpo gentil, tiene para mí los
días contados. Pronto tendré que volver a guarecerme en la cocina e intentar
que no se me indigeste el café americano, mientras me pongo al corriente de lo
que pasa en el mundo a través del televisor. Y ya me fastidia, porque desayunar
al aire libre sin más sonido que el que nace en la calle, sin más información
que la que se desprende del cielo y sin más horario que el de las campanas de
la vecina iglesia, forman parte del listado de mis pequeños placeres mundanos,
de mi oasis de cada día. Pequeños placeres cotidianos que proporcionan
diminutos instantes de felicidad y que ayudan, sin ser muy consciente de ello,
a afrontar el devenir diario.
Estamos, afortunadamente, rodeados de placeres mundanos que
se traducen en momentos de necesitada abstracción, donde el mundo, no siempre
atractivo, queda en suspenso, incluso lejano. Nada parece tan importante como
ese instante en el que la dicha, la pequeña ventura, se traduce en una amalgama
de plácidas sensaciones difíciles de definir.
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