sábado, 12 de agosto de 2023

01172 El Hígado de Cordero

CON UNA MAJADA DE AJOS


En algún momento de este caleidoscopio vital, ya he dejado escrito la mala relación que tenía con el hígado. Me parecía una cosa horrorosa. Su textura, su olor, su sola presencia ante mis ojos, me producían escalofríos.

Hasta que un día, tendría yo unos ochos años, mi cuñado Enrique "me hizo ver a esta víscera de otra manera". Por resumir: Verano en Alcubierre. Niño, el más pequeño de seis hermanos, acostumbrado a salirse siempre con la suya. El pequeñín de la casa. Hora de comer tras jugar en la calle durante toda la mañana. Sobre la mesa, hígado de cordero frito. Náuseas. No tengo más hambre, digo. A dormir la siesta, dice mi cuñado. Me despierto con hambre. Le requiero la merienda a mi hermana María Engracia. Un momento, me dice. Vuelve el hígado que menosprecié en la comida. Parece que no tengo hambre, le digo a mi hermana con voz queda. Me voy a jugar. Cae la noche. De recogida y a cenar. ¡Qué hambre tengo!, pienso. Me siento a la mesa. ¡Horror! De nuevo el hígado dos veces recalentado en la sartén. Por aquellos años no existía todavía el microondas. Saco mis dotes de pequeño actor. Pongo mala cara. Me toco la tripa y digo que me duele. Mi cuñado era médico. Me toca ligeramente la barriga y me invita con irónica sonrisa a irme a la cama a dormir, que mañana será otro día. Amanece. Me levanto. ¡Qué hambre tengo! Me dirijo a la cocina para desayunar. Nada que preguntar a mi hermana. Allí, sobre la mesa, estaba el hígado, que ya no era hígado ni nada que se le pareciera. Duro, seco y menos que apetecible. No hay promesas si me lo como. Hay que comerlo sí o también, es una orden de Enrique. Pruebo el primer bocado. Y el segundo, acompañado de un buen trozo de pan. Y el tercer bocado.... Y así hasta el final. No recuerdo si seguí comiendo hígado en días posteriores. Me imagino que una vez rota la barrera entre él y yo, algún hígado que otro caería.

A partir de ese episodio, mi selectiva memoria del absurdo me lleva a mi edad adulta. Concretamente, a la localidad de Barbastro, donde estuve un tiempo trabajando en la ya desaparecida Radio Cadena Española. Próximo a la emisora, había un bar, cuyo nombre no recuerdo, que tenía, como una de sus especialidades, precisamente el hígado frito con majada de ajos. Lo recuerdo excepcional, además de ser muy asequible al bolsillo de aquella época. Muchos días, al finalizar mi programa vespertino acababa dándome un homenaje de hígado en aquel lugar. 

Pero con quien disfruté de este bocado fue con mi añorado hermano Antonio. Le encantaba el hígado en cualquiera de sus tradicionales formas de cocinado. Era un auténtico fan de esta víscera. Cuando viajábamos juntos de Bilbao a Huesca, siempre teníamos que parar en el Mesón Anaya de Puente la Reina de Jaca,  para tomarnos nuestra ración de hígado. Le fascinaba y contagiaba su fascinación.

En casa nos gusta a todos el hígado. Afortunadamente, con mis hijas no tuve que poner en práctica la táctica de mi cuñado Enrique, culpable de que me guste absolutamente todo. Salvo en alguna ocasión que lo preparamos encebollado, lo habitual es tomarlo pasado por la plancha y en finos filetes. Eso sí, acompañado de una buena majada de ajos, aceite y sal. ¡Extraordinario! Para mi gusto, claro.








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