viernes, 12 de febrero de 2016

000225 Rodellar

DEL BLANCO Y NEGRO AL COLOR

La primera vez que visité esta peculiar localidad altoaragonesa fue para realizar un reportaje veraniego, amparado en la perspectiva de un floreciente destino turístico y que sólo los franceses parecían conocer. Fue hace muchos años. Me encontré con un pueblo de piedras centenarias en el que apenas vivían una docena de almas y rodeado de unos parajes excepcionales donde el barranco de Mascún señoreaba su majestuosidad. Antiguamente, los ahora abruptos y pintorescos desfiladeros del entorno sirvieron para comunicar los pueblos de la montaña con los del Somontano en un alarde de supervivencia.

Recuerdo poco de ese reportaje salvo el titular con el que lo encabecé: "En Rodellar se habla en francés". También algunas de las ilusiones puestas en mis inicios profesionales donde todo estaba por aprender, hacer y descubrir. Y un oscuro bar en el que alguien ya entrado en años, o por lo menos así me pareció intuir, nos sirvió unas cervezas sin mediar palabra alguna como receloso de la cámara fotográfica que portaba mi compañero de fatigas.


Al poco tiempo de esa breve incursión, volví. Lo hice con calma, sin horario, enganchado a un territorio del todo desconocido y donde en la despedida me pareció escuchar una invitación al regreso. La gente iba en busca de emociones, de descubrir caminos, de deleitarse con los barrancos y escalar paredes para mí impensables e inaccesibles. Yo sólo volvía a un lugar donde acomodar en libertad mis sueños. En varias ocasiones se repitió este itinerario al,  para mí, recóndito lugar de la geografía oscense que se empeñaba en no olvidar su pasado y, como mis sueños, en buscar acomodo en un futuro incierto. Desde ese entonces han pasado tres décadas. Un tiempo excesivo que se ha encargado en desdibujar las imágenes con olor a leña que un día tanto me atraparon.

Hace apenas un mes regresé a Rodellar después de tantos años. Muy poco se parecía el pequeño pueblo a tal y como yo lo guardaba en mi imaginario. Sí la esencia, no su fisonomía. Allí estaba orgulloso y altivo compartiendo escenario con un paisaje de dura faz y atractivo extremo. Pude comprobar, sin prisa alguna, cómo ese futuro anhelado había dado sus frutos. Piedras remozadas y fieles a su historia, establecimientos de hostelería y casas de turismo rural habían encontrado acomodo en este lugar como algunos de mis sueños, aquí pensados, en otros lares. Entre asombro, querencia y recuerdos,  un compañero de viaje me dijo, "como no te gusten los deportes de aventura o el senderismo, aquí lo tienes clarinete". Le miré y no pude más que apostillar su sentencia con una sonrisa. Esa misma sonrisa que aquí traigo ahora en forma de gratitud y en reconocimiento a todos los hombres y mujeres de esta tierra,  que con su tesón, perseverancia, trabajo, esfuerzo y dedicación hacen posible que nuestros pueblos pervivan.













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