lunes, 15 de febrero de 2016

000227 Mi Spathiphyllum

FLOR DE LA PAZ

Ya he dejado constancia en algún momento mi gusto por las plantas, una de las gratas herencias de mi madre. El ejemplar de espatifilo,  o flor de la paz, vela del viento o flor de muerto, según se le denomina en distintas culturas, yo me quedo con la primera de las interpretaciones, la traigo aquí no como vegetal, sino por lo que representa. Hace referencia a  una fecha hermosa y además, me recuerda cómo soy. Me explicaré.

Este espatifilo que vive en el rellano de casa tiene cerca de 16 años. Tantos como los que tiene mi pequeña Jara. Llegó junto con otras cinco plantas de diferentes matices de la mano de mi hermana Gemma y de mis sobrinos. Fue una hermosa forma de dar la bienvenida a un nuevo miembro de la familia. Era un centro de plantas muy alegre y colorista, como el momento, como ese  domingo, 23 de abril de 2000, a las ocho y unos minutos de la tarde.

Durante un tiempo convivieron todas las plantas reunidas tal y como llegaron en su cesto de mimbre. El salón, la estancia más soleada de nuestra anterior casa, fue su morada. A pesar de mis extremos cuidados, creo que me aborrecieron por excesivo, fueron cayendo una a una. Sólo quedó el espatifilo que fue ganando con los días en frondosidad, volumen y altura. Hasta nos obsequió con alguna que otra de sus peculiares flores. Tan vistosa se hizo que tuve que acomodarla en una maceta más grande.

La planta siguió con su crecer y no pensé mejor idea que sacarla del tiesto y dividir sus raíces para obtener así hasta cuatro plantas. Hasta aquí todo bien. De manual. La única pega que debí de pasarme con el abono pues en pocos días las cuatro plantas comenzaron a mostrar su descontento a través de un repentino cambio de color de sus hojas. Del verde al amarillo y de este a un moribundo marrón oscuro casi negro. Vamos, que me las cargué. Sólo una de ellas consiguió, a duras penas, sobrevivir a tan lamentable metedura de pata.

Nos mudamos de casa y la planta, con una sola hoja en su haber, también nos acompañó. Creo que fue de los últimos enseres en despedirse de nuestro anterior domicilio. Nadie daba un soplo por su vida. Recuerdo que hasta el portero de la finca, Ángel, apeló a mi optimismo, que para nada lo soy. Si acaso, tozudo, le dije.

Y allí está desde hace ocho años flanqueando la entrada de nuestro domicilio. Ha crecido muy poco desde entonces. Tiene algunas hojas más. Salen cinco y se secan tres. No llama la atención por su belleza. En todo caso, pasa desapercibida. De vez en cuando, Jara me recuerda que la planta tiene su misma edad. Y se sonríe complaciente. Y yo, cada vez que me fijo en mi diminuto spathiphyllum, me recuerdo mi querencia y apego a las pequeñas cosas, a la gente, aunque esta actitud ante la vida me acarre algún que otro padecer.







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