sábado, 20 de enero de 2018

00620 Cincuenta Kilómetros

O CÓMO DISIPAR TEMORES

“Los primeros días me extrañaba, hasta que descubrí que los paisajes de Aragón no pertenecen al espacio, sino al tiempo, no son pues, paisajes, sino instantes. Hay que saberlos mirar como quien mira un instante; como quien mira el instante fugaz cara a cara. Una vez descubierto su secreto, no los cambiarías por ningún otro paisaje del mundo”

Incierta Gloria. Joan Sales

Subo la persiana de mi dormitorio. El día ha amanecido fresco y luminoso. No me da tiempo a recrearme en mucho más. Es muy posible que si lo haga, dé un último sorbo al café y vuelva a introducirme entre las sábanas todavía calientes y somnolientas.
Esta noche no he dormido bien. La inquietud y el sobresalto le han quitado el protagonismo al sueño, a ese sueño al que cada noche escasamente  le es necesario un
Padrenuestro para conciliar.   

Hacía años que no me levantaba a fumar, a quemar un cigarrillo. Me ha sentado fatal y recordado a mis días de resaca. Me incomoda el recuerdo, el sabor en mi boca de la nicotina a deshoras y el olor del tabaco entrada la noche.

Abro la puerta de casa. De la mano me acompañan la ilusión y algo parecido al miedo.
La ilusión ante un nuevo horizonte, ante un nuevo reto,  y el temor a un nuevo fracaso.
Sí, ya sé, todo es discutible. No hace falta que me lo repitas más veces. Es condición humana. Son algunas de mis humanas condiciones. Una y otro son libres  para asirse a cualquier piel. Hoy como ayer, como tantas otras veces, han elegido la mía. Ya te contaré cómo me va el día.

Se me hace raro estar a estas horas ya en la calle. No recordaba a qué olía una ciudad recién despertada. Cerca de dos años en el dique seco del mundo laboral dan para olvidar muchas sensaciones y hasta el cotidiano aspecto de los  lugares comunes. El portero de la finca se ha sorprendido cuando me ha visto. Me ha preguntado si pasaba algo, si había surgido algún problema.  Hasta el coche me ha parecido que se alarmaba cuando he introducido la llave en la cerradura.

Pongo el cuenta kilómetros a cero. Conviene de vez en cuando poner las cosas a cero, en un vuelta a empezar, en un borrón y cuenta nueva. Esta es una de esas oportunidades.
Ya estoy con el incómodo y molesto carraspeo de garganta. Que no, que no es del tabaco. Son los putos nervios, la inseguridad y la maldita ansiedad. Si lo sabré yo que vengo escuchando mis adentros desde hace casi sesenta años. Por Dios, qué vértigo.
¡Sesenta años! No sé por qué pero el número me acaba de chirriar de manera alarmante. ¿Y si lo pronuncio más bajito? Seeeeseeennntaaa. Todavía es peor. Suena amachacón y penetrante recordatorio.

Mejor escucho la radio. Aunque no sé si es una buena idea. Mucho me temo que no será portadora de buenas noticias. Hace algún tiempo escuché decir a alguien que” hay días en los que despertar en este país da mucha pereza”. Sonreí. Es mi versión corregida de
“hay días en los que sólo apetece ir cambiando de oreja en la almohada”.

Sin darme cuenta he fijado mi vista en el cuenta kilómetros que hace unos minutos he reseteado. Justo en ese instante, el siete ha dejado acomodo al ocho. Apago la radio. No estoy para tragedias ni para salvadores de la patria ni para líderes de opinión. Lo único que deseo en este momento es encontrar distracción a mis miedos e inseguridades. Esto, y calmar mi ansiedad y carraspeo de garganta. Cuando llego a este extremo me remito y recito mentalmente un poema anónimo, “El Ideal”,  que se abrió amis ojos por primera vez cuando mi alma todavía daba cobijo a muchos credos. Unos versos anónimos como los suspiros con los que me tropiezo por la calle en el caminar de cada día. Un poema de humilde y certero decir en el que se describe una bella  estampa repleta de armonías y donde  el ideal de vida se convierte en algo intangible,  sólo alcanzable ya para los sueños que buscan descanso en su sempiterno vagar. Un ideal que memoricé cuando todos los errores estaban todavía por equivocar. Unos versos que se quedaron grabados para siempre como un recordatorio, como una oración a la vida, de por vida. Me tranquilizan, hacen que me sienta bien.

“Una casa y no más: blanca y sencilla,/lejos del mundo y de los hombres vanos./ Un huerto en que frutezca la semilla/por la virtud humilde de mis manos/y del sudor labriego de mi frente./…”

A ochenta y noventa, no más, y muy pendiente de la carretera. Hacía tiempo que no transitaba por aquí. Recordaba un trazado en peores condiciones. Ten cuidado con los tractores y los camiones, sobre todo en los tramos estrechos, no te vayan a echar a la cuneta. Todo controlado.

“…Una vida sin odios cortesanos/ ni incertidumbres del placer presente,/ni angustias mensajeras del mañana,/ni envidias, donde el mal abre su fuente./Una vivienda pobre y aldeana,/cerca del bosque, y que del mar, amigo/ de mi risa infantil no esté lejana./…”

Los inicios son difíciles y el volver a empezar se me antoja excesivamente incierto. Echo la vista atrás en busca de posibles señales que puedan ayudar al presente. Mala práctica esta. Muchas veces los recuerdos son como andalocios, como esa lluvia decorta duración e intensidad sin apenas efecto. Como boira preta que escasamente te deja vislumbrar el camino.
 
“…En su quietud, a solas, sin testigo,/he de labrar el alma como el huerto,/del vendaval poniéndome al abrigo./Mi brazo en la labranza se hará experto./Aguzaré del alma las pupilas/cuando en negrura el orbe esté cubierto/y las obras de Dios yazgan tranquilas./…”

La carretera se estrecha más si cabe. Un árbol, un solo árbol que ahora reconozco al final de un ligero desnivel, desplaza la vía unos escasos centímetros a la izquierda. La luna del coche se convierte entonces en una fantástica pantalla donde se proyecta una primavera que vuelve con las zapatillas calzadas. Nuevas, relucientes. Mi viajar se incorpora, de  buen agrado, con mis zapatos de antaño impregnados de polvos y barros, de arenas y sales de otros parajes. Una primavera que me dice al oído que esté tranquilo, que el caso es caminar. Caminar sin cansar, sin detener el paso. Ralentizar la marcha si es preciso, pero nunca parar. El camino se hace necesario para los pies inquietos y las mentes despiertas.

“…Gustaré, de la amada biblioteca/la fruta idónea, entre apretadas filas,/cuyo zumo no se agria ni se seca./El alma vestiré del recio lino/que la historia hubo hilado con su rueca./  Y acaso, cuando el gallo matutino/a medianoche el aquellarre ahuyente,/iré a  besar con amoroso tino/el rostro sonrosado y sonriente/del infante gentil que hayamos hecho/en instantes de amor, puro y ardiente/…”

Mis sentidos se incorporan al camino, no así mis pensamientos que siguen inmersos en un zancocho sin saber de qué hilo tirar. Y me pregunto, ¿qué hago aquí yo? Por un momento tengo ganas de adentrarme en cualquier camín de la margen y dar la vuelta. La mente es muy peligrosa cuando le das rienda suelta. No, hay que seguir. Es necesario continuar para no dar luego voz al arrepentimiento. Mejor abandonarme a la luz y al color que me presta este instante,  como cuando el estandarte se abandona al viento. Asirme a sus embrujos como si llevaran consigo la llave maestra de todas las respuestas.

“…Después reclinaré sobre tu pecho mi cabeza cansada y cavilosa;/y será un paraíso nuestro lecho./…

Veinticinco kilómetros. Pocos me parecen después de tanto trasiego. Como diría mi amigo Jesús, “estoy tresbatido y tanta faina en mi pensar se me inca”.  Veinticinco kilómetros intentando  ahuyentar al pánico y la angunia que me atenazan cuando pienso en mi nueva y temporal situación. Sí, otros quisieran llorar con mis ojos. Es una oportunidad que no debería  desaprovechar. Es lo que toda la vida has estado haciendo y te gusta. Siempre has dicho que habías sido un privilegiado y que lo que eres, es gracias a ella.

A mi derecha,  un pintoresco y agrupado carrascal parece querer darme la bienvenida.
Le saludo también en señal de cortesía. Ser cortés cuesta muy poco. Me gusta que mis ojos coleccionen imágenes, que estén bien abiertos y atentos ante la fabulosa e irrelevante robustez de las cosas. Sin bergoña y con descaro. Mirar y aprender con la intensidad y pasión que permita el instante. Curiosear para albergar asombros y murmullos que se esconden firmes, tranquilos, tras vértigos esperanzados. Es la belleza o quizás el curso inadecuado del camino, ajeno a mi voluntad, que hace que mi cuerpo se estremezca, de repente, ante la imagen descubierta. Una feliz sensación que hace conciliables las cosas opuestas. Un privilegio que va más allá de lo que se puede advertir. Nunca sabes cuando las vas a poder necesitar. Igual mañana a la vuelta de un descuido. O quizás luego, cuando el bostezo sea un previo aviso. Puede que nunca y que sólo sean números en un archivo sin nombre. Me gusta hacer provisión de imágenes para un por si acaso, para inventar una historia o perderme de nuevo, en algún momento, entre el agua, el cielo, la rama o la borda. Recordar un instante de luz, de paz queda, de camino ligero y sin defecto.

En tiempos de sin quiazer, me gusta recrear secuencias desprovistas de olores. Rendirme ante su sutileza en un intento por regresarme de nuevo. No molestan. Nada piden, ni siquiera una atención de cortesía antes dicha. Son como sorpresas guardadas en cajas olvidadas que te devuelven a un tiempo sin palabras. Emociones, cosquilleos y pizcos de nostalgias ante una curiosa mirada. Son como los abrazos, las caricias, los besos o las palabras de aliento que guardas por si algún día te hacen falta.

Los campos comienzan a enseñar ya sus verdores y con ellos reaparecen en mi tránsito mis cábalas y debilidades. ¿Pero qué hago aquí yo? Si no soy capaz de distinguir el ordio del alfalze. Si una hectárea para mí es un mundo y un litro de agua es lo que cabe en la botella del frigorífico de casa. Aún hay tiempo para reblar. Apenas una treintena de  kilómetros y estaré de nuevo en casa, con todas mis inseguridades, pero en casa. Apuraré el café, haré otro si es preciso, saldré a la terraza, observaré la sierra, dejaré la vista pasear por el parque, buscaré figuras entre las nubes, encenderé un cigarrillo y me disculparé por no saber afrontar el destino.

“…/Al otro día, entre la luz brumosa, veremos en las flores el rocío,/…”

No se hable más. En el siguiente camín que vea y sea posible, me daré la vuelta. No hay por qué sufrir de forma innecesaria. Todo en su justa medida. Me sonrío. En su justa medida. Y lo dices tu, un ser de espíritu desmedido, que tan pronto toca el cielo con los dedos como escarba en la tierra y no precisamente para encontrar algo. Lo dices tu, el ser acostumbrado a escribir su historia en dientes de sierra. Tantas entradas a los campos y ahora que me urge una, parece que se han ido todas de pingoneo. Dita sea la Ley de Murphy. Igual después de aquella regüelta…

¡Qué espectáculo! ¡Qué emocionado espectáculo en una llanura que refresca y relaja la serenidad y armonía de las cosas! Es la vista de un paisaje que penetra en el alma para quedarse. Un paisaje en verde, variable como la vida; intenso, suave, susceptible a matices y contrastes. De extremos excitantes y de perfecta neutralidad entre los extremos. Verde neutral que en su justa combinación domina todas las cualidades positivas en los acordes cromáticos. Y sobre el amable y relajado paraje en verde, unos torrollones se elevan como enigmáticas y juguetonas figuras. Esculturas que la naturaleza ha depositado en un paraje ávido de referencias.
 
Su visión no cansa. Equilibra, tranquiliza y amortigua pesares. Color de lo natural y quintaesencia de la naturaleza. Verde vida de nacer y renacer para la esperanza. Húmedo, fresco y camaleónico: “la hierba de cerca parece menos verde”, aprendí y constato cada día. Germinar, brotar, reverdecer, es la llamada de la primavera, de la vida que vuelve a reclamar un sitio con próspera vitalidad y ánimo renovado. Verdor de una dicha en la placidez de la memoria entre susurrados cantos que llenan de apasionados deseos el ingrávido espacio.

Color de Venus y Afrodita, de jardines, praus y esperanzados campos de sudores labriegos. Color de juventud, de vigor y lozanía, de ilusión y anhelo. Del todo por hacer desde la innata inmadurez. Verde, verdor, verdura para la esperanza ya desesperanzada.
Verdura, verdor y verde para pintar un futuro desprovisto de color rebelde. No me canso de mirar y cuanto más miro, más admiro. Me desfonda más fijarme en la insolencia de cada día o en la falta de atención desatendida. Me encuentro feliz desde mi modesta, transeúnte y humilde posición de mirar.

Mirar me complace y satisface. Sólo mirar y dejar que el tiempo pase. Mirar como el juega el agua con el viento y los maizales. Un rito, un baile al son de la melodía que baja desde la sierra. Un baile de cintas sueltas que hermosean un paisaje que cada vez se asienta más en la emoción de mis pupilas. Un ligero aire se incorpora al paraje de extasiado mirar para hacer creer al campo que ahora es mar.  Mirar para no desfallecer en la diaria labor doméstica de cada jornada. Como el pequeño filósofo, tampoco voy a contar mi vida, que sea el mirar con su color y su aliento quien la escriba. No me canso de mirar y cuanto más miro, más aliviado respiro.

La matutina luz se posa suave y delicadamente sobre los campos agradecidos de esperanzados verdores. Quietud y calma. Silencio, que no despierte el alma ahora que está calmada. El triunfo de la vida vuelve para mostrar sus trofeos como cada primavera. No hay miedo ya, el color no engaña. Entre verdes se posa el aliento y entre las veredas, la ilusión busca un nuevo aposento. Quiero jugar a ser verde, que ayer ya fui pesar. Jugar entre los verdes calmados y en paz. Un ciprés, de los que todavía creen en Dios, se alza airoso, sin complejos, hacia un cielo cercano y azul, sin competir para no defraudar. Y a su verdor le digo, no me busques entre las necias palabras ni en las falacias de los hombres necios. Tampoco entre el ruido de los pasos en la calle que anuncia el camino hacia un paraíso apenas comprometido. Búscame a tus pies de tus verdes campos, en cualquier verde infinito de jóvenes espigas y yerba humedecida de cualquier abril. Y si no escuchas mi respiro será porque ya no existo. Seré entonces tan solo una brizna de verde alma acompañada. Apenas un suspiro, una leve caricia de terciopelo, un beso con sabor a silencio, un descanso reposado donde dormir los sueños despiertos, esos sueños que no hacen daño.

El trayecto ha llegado a su fin. Me siento tranquilo y alegre. Ya no hay carraspeo en mi garganta ni ansiedad que controlar. Y en cuanto al miedo,  el justo, el de cualquier vuelta a empezar.  Por el retrovisor del coche miro agradecido al paisaje de un instante, clavado todavía, por siempre y para siempre en mi alma. Los paisajes “hay que saberlos mirar como quien mira un instante; como quien mira el instante fugaz cara a cara. Una vez descubierto su secreto, no lo cambiarías por ningún otro paisaje del mundo”.

Mientras recojo la negra mochila del asiento del copiloto antes de abandonar el vehículo que me ha traído hasta aquí, mis ojos se detienen en el cuenta kilómetros: 000050.

Cincuenta kilómetros son los que separarán cada día las  inseguridades de la  confianza en el futuro, de la mano de un paisaje con olor a primavera.


“…y la tierra estará como una rosa recién nacida./Yo diré: Dios mío,/ que no nos huya nunca tanto bien./Y al yo besarte, me dirás: Amén.”












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