jueves, 25 de abril de 2024

01324 El Escritor de Olas

 EL INESPERADO PRINCIPITO


Todos los días, ahora que mi edad de júbilo me lo permite, me gusta ir caminando hasta el rompeolas. Mi corazón y mis piernas lo agradecen, además de ser mi mejor momento de la jornada. Me entretengo con el amado paisaje, entablo alguna que otra conversación sin importancia con quienes coincidimos en esta misma tesitura e incluso, me atrevo a escribir versos sobre mares, soles, olas, brisas y horizontes, que nunca saldrán de mi libreta. Todo aquí me resulta fascinante y placentero en la cotidianidad de los días. En el rompeolas nos damos cita los habituales, los esporádicos visitantes y como algo excepcional, gente que deja huella. Como aquel niño que ahora recuerdo y que me dejó un profundo sentir. Fue el pasado otoño cuando le conocí. Como todos los días, llegué hasta el final del rompeolas. Sentado sobre una piedra, observé a un niño, no tendría más de diez años, con la mano derecha tendida al mar, y con sus dedos índice y pulgar pegados, como si sostuvieran algo fino y delicado. Una y otra vez, su mano se agitaba sobre el mar, de izquierda a derecha, con extremo cuidado. Así, día tras día, a la misma hora y en el mismo lugar. 

No tardé más de una semana en acercarme a él y preguntarle qué hacía. Me contestó que, si me lo contaba, me reiría como hacían todas las personas adultas. Le prometí que no sería así y ante mi insistencia, me dijo que escribía olas. Su padre se había marchado en un barco hacía unos meses y, tal y como él le propuso, escribía olas para que su padre las leyera donde estuviera y la ausencia se les hiciera más corta. 

No me reí. Lloré de emoción ante la ternura que me transmitió el inesperado Principito.




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