PUERTO CHICO
A finales del siglo XIX e inicios del XX, se veía deambular
por el santanderino barrio de Puerto Chico a unos niños, a la espera de que algún
marinero o turista lanzase a las aguas del puerto cántabro una moneda que luego
intentarían recuperar buceando. Eran muchachos, en su mayoría huérfanos, que se
ganaban la vida mediante pequeños hurtos y de las propinas que recibían por
recoger los objetos tirados al agua. Se les conocía como raqueros, un apelativo
que, según la Real Academia Española define como, “rateros que hurtan en
puertos y costas”.
El escritor cántabro y autor de célebres novelas de
costumbres, José María de Pereda, en su obra “Escenas montañesas” escribió
sobre los raqueros: “Yo soy de la opinión del raquero: su destino, como escobón
de barrendero, es apropiarse de cuanto no tenga dueño conocido: si alguna vez
se extralimita hasta lo dudoso, o se apropia lo del vecino, razones habrá que
le disculpen; y, sobre todo, una golondrina no hace verano.
El raquero de pura raza nace, precisamente, en la calle Alta o en la de la Mar. Su vida es tan escasa de interés como la de cualquier otro ser, hasta que sabe correr como una ardilla: entonces deja al materno hogar por el Muelle de las Naos, y el nombre de pila por el gráfico mote con que le confirman sus compañeros; mote que, fundado en algún hecho culminante de su vida, tiene que adoptar a puñetazos, si a lógicos argumentos se resisten. Lo mismo hicieron sus padres y los vecinos de sus padres. En aquellos barrios todos son paganos, a juzgar por los santos de sus nombres”.
Siempre que visito Santander, en el obligado transitar por
el paseo marítimo, me detengo a mi paso por este grupo escultórico. No tengo ni
una sola fotografía con ellos, sí muchas de ellos. De su mirar, de su horizonte,
de su inerte expresión, de sus movimientos en quietud, de su estética… Tengo
muy aprendido el escenario, pero con todo, me gusta respirar su aire de verdes
y azules tonos.
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