jueves, 9 de febrero de 2017

00434 Los Merengues

ZAPATERO A TUS ZAPATOS


Tal y como ya he comentado en alguna otra ocasión, no soy muy dado a los dulces, pero esto no quita para que tenga, y de forma esporádica o cuando se dan determinadas circunstancias, mis golosas debilidades. Una de estas son los merengues. Puede que sea una contradicción, -la paradoja forma parte de mi ser-, no doy un paso por los dulces y es precisamente el merengue, azucarado a más no poder, una de las escasas niñas de mis ojos de la pastelería. No daré un paso por ellos, pero como los vea en algún escaparate de cualquier confitería... sobre todo si estoy de anhelado solaz. Memorables merengues recuerdo los devorados en Toledo, Santander, Torrelavega, Bilbao, Madrid,  Huelva y cómo no, en Huesca, los de mi estimado Manuel Lorés, los de la Pastelería Soler.

Afortunadamente, es un dulce que siempre que lo hago en casa deja bastante que desear. No es algo que deje huella. Comestible, sí. Pero de allí no pasa. Lo hago para aprovechar algunas claras perdidas. Otra de las herencias de mi madre. Si consiguiera elaborarlos esbeltos, crujientes por fuera y esponjosos por dentro, no sé que sería de mí.

Respecto al origen del merengue se barajan varias teorías. La más aceptada sostiene que se "inventó" en torno al año 1600 por un pastelero residente en la localidad suiza de Meiringen, de aquí su nombre, y que se introdujo en Francia en la época de Luis XV. Hay quien mantiene que fue creado por el cocinero del rey polaco Estalisnao Leszczynski a partir de una receta alemana y que su nombre viene de la palabra polaca Marzynka. En España se registra su aparición por primera vez en el libro "El arte de la repostería de Juan de la Mata", editado en el año 1747.






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