viernes, 17 de noviembre de 2023

01210 Los Champiñones

MIS PEQUEÑOS TESOROS


Hacía tiempo que no salían a la mesa. Me había olvidado por completo de ellos y mira que me gustan. No sé el motivo de este “desencuentro” y máxime, cuando hubo un tiempo en el que llegaron a formar parte de mi dieta diaria y hasta festiva. Tanto es así, que cuando salía de “marcha” o quedaba para tomar algo, como se dice ahora, la ración de champiñones siempre me acompañaba. Además de buenísimos, se adaptaban a mi siempre precaria economía.

Como subalternos, cumplen a la perfección su papel en el plato, ya sea para colaborar con una carne o un pescado. En ensaladas, su presencia no pasa desapercibida. Y en solitario, como protagonista, para qué contar.

Además de gustarme desde siempre, a los champiñones les tengo mucho cariño. Sí, sí, les tengo cariño desde que era un niño. Mis tíos, en Alcalá de Gurrea, tenían una bodega próxima a la casa familiar que, si mal no recuerdo, estaba cavada en un pequeño montículo. Como buena bodega, en su interior, sobre todo en verano, daba gozo visitarla para aliviarte de los calores. En invierno era otro cantar.

El olor que se respiraba en la oscura estancia, lo recuerdo como si fuera ayer. Y de esto ha pasado más de medio siglo. Era un olor intenso a vinagre y vino cosechero, a sano frío y tierra húmeda. Era la edad de descubrir sensaciones y emociones. Ir a aquella bodega me resultaba emocionante y por eso, cuando mis tíos, Julián o Segundo, me decían que si quería acompañarles a buscar vino o vinagre, ya estaba escaleras abajo en busca de la llave que en pocos minutos abriría mi pequeño lugar de encanto.

Y fue aquí donde cogí “cariño” a los champiñones. Que yo recuerde, en la bodega solo había toneles de vino y vinagre, y unas pequeñas elevaciones de tierra de las que emergían unos diminutos champiñones, que estaban totalmente prohibido tocarlos y mucho menos, arrancarlos, salvo que hubiese mandato expreso de mis tíos. El día que obtenía el visado de extracción, me sentía el niño más feliz del planeta. Mientras Julián o Segundo andaban atareados con los toneles, yo, sutilmente, y tal y como me enseñaron a hacerlo, iba sacando de la tierra los albos, y curiosamente inmaculados champiñones, que luego, mi abuela Genoveva, cocinaría en tortilla o fritos con ajo y jamón.

Eran mis pequeños tesoros encontrados en una cueva que no era de cuento y que ahora, después de tantos años, mientras escribo y rememoro, se me eriza la piel y se me humedecen los ojos.

Nota: En esta ocasión, no comparto receta como es habitual. Prefiero compartir solo recuerdos; gratos y buenos recuerdos. 






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