martes, 3 de marzo de 2015

00019 La Ermita del Rocío






 LA BLANCA PALOMA


Sí, la primera vez que visité la Ermita del Rocío, me emocioné. Como así también lo hice cuanto tuve delante de mí el "Guernica" de Picasso, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía,  o recientemente, en Toledo, al contemplar "El Entierro del Conde Orgaz".
Fue una tarde calurosa del mes de agosto en una excursión más por tierras onubenses. Al volante sin prisas, contemplando el paisaje y canturreando en familia las canciones de "La Oreja de Van Gogh". Y en la placidez del viaje, en el horizonte, una silueta vista repetidas veces en decenas de imágenes televisivas; la ermita del Rocío.
En mi cuaderno de bitácora no estaba prevista la emoción, pero así fue. Una aparente  visita más se convirtió en un reencuentro inesperado. La aldea, el polvo, la luz, el fervor, la curiosidad, la oración, un cante lejano, también una plegaria y hasta el asombro. También mucha gente, y llegado el momento de mirarle a la cara a la Blanca Paloma, el silencio. Un silencio sepulcral y de respeto.
Desde entonces, desde aquel día, llegado el mes de agosto, en una tarde imprevista, visito ese lugar de marismas y fervores en el que confluyen todos los caminos para buscar una nueva emoción, siempre distinta. Y pedir, por tí, por mí y por todos nosotros.



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